El pasado, nuestra historia como deporte, es un pozo tan atractivo como peligroso. A ver, no está mal que nos acerquemos a él y nos bañemos en sus aguas, lo imprudente es creer que éstas sirven para valorar lo que sucede en la actualidad o para comparar lo que ocurre en 2017 con lo que pasó en 1990, por ejemplo.

La Fórmula 1 consiste, por definición, en un paquete de reglas que delimita un momento concreto en la máxima disciplina del automovilismo deportivo, independientemente de su calado o duración. Cambian la normativa técnica o deportiva, o las dos, y ¡zas!, tenemos sobre la mesa una «Fórmula 1» muy o totalmente diferente a las anteriores y a las que vendrán después.

No parece muy complicado de entender, sin embargo, a poco que te descuidas encuentras en el camino a quien se empeña en mezclarlo todo y cualquier debate se hace imposible, mucho menos cuando salen los benditos números a la palestra.

Estamos a un pasito de gallina de concluir la temporada 2017 y en las valoraciones que se están haciendo sobre el Campeón del Mundo o sobre el resto de pilotos que componen la parrilla se echa en falta un poco más de contexto, de poner los pies sobre la tierra. Éste ha sido un año de estreno de normativa, de «Fórmula 1» nueva, para que nos entendamos. La materia gris del reglamento pretendía quitar valor a las complicadas e intratables unidades de potencia dando importancia a la aerodinámica, y aunque el resultado haya sido parejo a lo que hemos visto desde 2014 —Mercedes AMG, el fabricante de Stuttgart y Lewis Hamilton siguen permaneciendo ahí arriba, para desgracia de sus rivales—, no es menos cierto que el cambio prometido no ha surtido el efecto deseado porque desde 2009 se han cometido demasiados errores que no se han resuelto.

El principal de ellos, y sin dudarlo, es la estúpida reducción de horas de trabajo en el túnel de viento, en tratamiento de mecánica computacional de fluidos (CFD), en pista y en garajes. Sí, en boxes también, que el toque de queda (curfew) sigue vigente y limitado so pena de incurrir en sanciones.

Si a ello sumamos la penas del infierno en parrilla por cambios de componentes y alguna otra cosa que seguro me dejo en el tintero, incluyendo lo caro que se ha puesto todo, resulta fácil de entrever que si antes la excelencia en Fórmula 1 se demostraba de forma global, ahora hay que pillarla antes de tocar asfalto porque una vez en él, el margen de maniobra para resolver problemas es mínimo.

Así las cosas, no es ninguna casualidad que desde 2009 a esta parte, la plataforma que ha hecho los deberes para el Gran Premio de Australia se lo lleve todo: título de constructores y de pilotos, y que consiguientemente, los récods y las poles caigan como moscas en los mediodías de verano.

Hace años disfrutábamos de coches arrolladores una vez cada cierto tiempo y la norma ahora es que los tengamos cada campaña. Esto es lo que ha cambiado y lo que se nos olvida contemplar a la hora de valorar qué hemos visto y qué no.

Lewis Hamilton es el legítimo ganador de 2017, esto no lo discute nadie. Lo mismo sucede con Mercedes AMG, otra cosa es que nos pongamos orejeras —alguno incluso venda en los ojos— y nos neguemos a aceptar que el marco reglamentario se lo ha puesto a huevo, si me permitís decirlo así. Y de idéntica manera, esta óptica debería servirnos para entender que los abundantes fracasos que conducen coches en la actual parrilla, a lo peor están sufriendo las consecuencias de un planteamiento erróneo de competición que impide que saquen lo mejor que llevan dentro cada fin de semana de carreras.

Hasta 2021 vamos a tener que seguir sufriendo este estado de cosas y sinceramente, no sé cómo serán a partir de entonces. Lo que sí tengo meridianamente claro es que nos hacemos un flaco favor mirando tanto al pasado ya que ello nos impide ver nítidamente el presente.

Os leo.