Es cierto y sabido que nada es para siempre, pero también es una certeza que hay finales y destinos que pueden evitarse, o, al menos, debe uno plantearse si su rumbo es el más idóneo. Hoy vengo a hablar de Williams, por desgracia.

Hablar de Williams es hablar, en primer lugar, de historia viva de la F1, de la segunda escudería con más títulos de la F1 y la tercera con más victorias. Es un nombre que resuena en los anales de la historia con un eco que nos evoca voces grandes y majestuosas, como las de Senna y Prost, adalides de un proyecto y de un sueño de un tal Frank Williams, ¿les suena?

Mi reflexión hoy viene cargada de nostalgia, sumida en una espiral de tristeza y resignación al ver al equipo Williams vagar y divagar por un desierto que se presenta largo y tortuoso. Una caída desde el séptimo cielo hasta el pozo más profundo. Y es que detrás de toda esta prosa literaria se esconde una verdad que es innegable: Williams se hunde, y, en sentido más literario, Williams se muere.

Su situación es límite, monta el motor más potente y fiable de toda la parrilla y sus resultados, lejos de acompañar dicha motorización, les dejan hundidos con un coche incontrolable y con plausibles problemas económicos, de ahí el título; un doble sentido que puede evocar a dos jóvenes pilotos sin experiencia que manejan a una escudería cuya historia les viene grande, de ahí el Titanic, pero que a la vez parecen contribuir a la caída y hundimiento a uno de los estandartes de la categoría reina, me reitero, de ahí lo de Titanic.

Habrá que ver si el ‘Plan Liberty’ con su techo presupuestario es capaz de mantener a Williams en F1, o si Groove acepta ser el B de Mercedes, sacrificando así su autonomía e historia por su propia supervivencia. Lo que sí está claro es que tardaremos años en ver a Williams donde le pertenece estar, eso sí, que mueva quien tenga que mover, pero por favor, que nadie nos robe a Williams…

Imagen: Williams Martini Racing