La salida de Fernando Alonso ha dejado la Fórmula 1 sumida en un supuesto mar de contradicciones que, en sentido estricto, siempre ha estado ahí.

En principio, la máxima expresión del automovilismo deportivo se autodenomina así porque se presupone que en su seno gobierna la búsqueda de la excelencia, sin embargo, a la hora de la verdad, observamos recurrentemente cómo queda supeditada a un sinfín de variables que poco o nada tienen que ver con la calidad al volante, de forma que eso que llamamos el mejor piloto no suele resultar ser lo mejor o la mejor opción para los intereses que gobiernan el tinglado.

Y decía al inicio que esto siempre ha estado ahí, porque, por ejemplo, Jaime Alguersuari y Raffaele Marciello cargaron en su día contra este estado de cosas y se ganaron por ello el desaire y afeamiento público por parte de una bonita porción de la prensa especialista. Se supone que ambos forman parte de ese cajón de sastre en el que caben tanto los sobrevalorados como los que no son capaces de convencer o, sencillamente, no llegan a hacerlo por diferentes razones. Son losers, para que nos entendamos, y resulta sumamente sencillo contrarrestar su discurso aludiendo al simplón ¡qué van a decir…!

Es obvio que no estaban mintiendo, y por desgracia para los defensores de esta línea argumental buenista, tenemos un Pascal Wehrlein, o más recientemente un Esteban Ocon, que por haber estado alineados en el errático proceder del Mercedes’ Young Driver Programme, el primero seguramente no volverá a la Fórmula 1 jamás, y el segundo acaba de sufrir una parón en su prometedora carrera profesional que lo aleja de nuestra disciplina a pesar del premio de consolación que supone ser piloto reserva en Brackley durante 2019. Nos queda George Russell, pero es mucho aventurar que pueda sacar la cabeza en un proyecto tan maltrecho como es actualmente el de Williams.

En los linajes de Red Bull y Ferrari las cosas no están mucho mejor. Charles Leclerc ha llegado a la oficial de Maranello y Pierre Gasly a la de Milton Keynes, pero es vox populi que ambos quedan supeditados a los primeras figuras de ambas escuadras, Sebastian Vettel y Max Verstappen, respectivamente, lo que hace complicado entrever que consigan la suficiente proyección en un tiempo razonable, cosa que sería de todo punto deseable, ya que parece claro que el interés de la austriaca pasa por potenciar a su piloto holandés y el de la italiana, por dar una última oportunidad al de Heppenheim.

No me extiendo. La vieja gramática hace al menos una década que no resulta aplicable como antaño. Hace años —bastantes, por desgracia—, un conductor demostraba su capacidad en un equipo del montón y tenía el 90% de posibilidades de prosperar a otro mejor, lisa y llanamente, porque los jefes de equipo estaban atentos a este tipo de cosas y no perdían oportunidad de aprovecharlas, y también, porque el conductor era una pieza clave en el equipo. Lo mejor precisaba de los mejores en todas las áreas, también sobre el asfalto.

En fin, será porque ya no hay gente en el paddock como Giancarlo Minardi, Flavio Briatore, Frank Williams o Ron Dennis, o incluso Peter Sauber o Luca Cordero di Montezemolo, todos ellos old school de libro. Ni siquiera Ross Brawn ejerce de patrón. Pero a lo que vamos, el viejo esquema de comportamiento se ha hecho añicos. Hoy ni siquiera Stoffel Vandoorne ha encontrado sitio para la temporada que viene, aunque el que lo tiene asegurado es un fenómeno como Lance Stroll, y porque su padre le ha comprado una escudería.

Ser el mejor ya no es suficiente. La salida de Alonso ha puesto de relieve que prima el resultadismo, que lo crucial es encajar en el proyecto, ayudar a cumplir las expectativas que se ha hecho cada equipo. Ser lo mejor y más adecuado o cómodo, cumplir con el papel adjudicado porque el coche y el negocio tienen muchísimo más peso que antes y se encargan de poner lo necesario para fingir la excelencia en pista.

Os leo.